Desde muy joven me hice un gran
aficionado al rock, especialmente al de los años setenta. Sentía una gran
fascinación por aquellos músicos y en aquellos primeros tiempos me sabía de
memoria el título de cada tema, quienes eran los compositores y la duración de
cada uno. Tenía pocos discos y cada escucha era un ejercicio casi espiritual y
pensaba que cada nota, cada solo, cada silencio, tenía un significado que yo
debía entender y que todo estaba allí por algún motivo. Con los años entendí
que había bandas muy buenas y otras que solo eran pose, quizás algún buen tema
de vez en cuando o un buen solo de guitarra. El rock también era estética y en
sus inicios era algo moderno y marcaba las modas de su época pero poco a poco
su imagen se fue alejando de lo que las nuevas modas iban marcando. Pero hay
algo que me gustaba más que sus chalecos, camisas, pantalones ajustados y
melenas bien cuidadas y era su carácter
transgesor. Cuidado, me refiero a su actitud de ir en contra del poder
establecido, de ruborizar a los defensores de los estilos más conservadores de
vida, de revindicar las causas perdidas y no al hecho de destrozar una
habitación de hotel o que te detengan en una aduana por llevar un poco de
marihuana. Lo de los hoteles me parece una gamberrada y un acto impresentable y
al final, todo tenía el objetivo de hacerse publicidad y mostrarse ante el
público como alguien muy antisistema, cuando en realidad eran personas con
mucho dinero y totalmente parte del sistema. En fin, que me gustaba su cara más
rompedora con los moldes de la sociedad más tradicional y ello comportaba una
cierta filosofía de vida. En cualquier local de rock o en un concierto existía
una sintonía entre los asistentes que iba más allá de la propia música. O al
menos, a mí me lo parecía. Puede ser que yo fuera un ingenuo.
Por eso me comen los demonios
cuando escucho que el rock es un objeto de consumo. Bueno, en realidad me pasa
con cualquier tipo de manifestación cultural. No me gusta la expresión
“consumir cultura”. De acuerdo que los artistas, las salas donde realizan sus
obras, las editoriales, las discográficas, las compañías de teatro, etc. tienen
que ganarse la vida, pero no podemos tener solo una visión mercantilista en la
que únicamente son productos para consumir. El arte nos llena de vida, nos hace
pensar y reflexionar, nos conmueve, nos emociona, nos hace esforzarnos
intelectualmente y conecta directamente con nuestra sensibilidad. Por lo tanto,
es también algo espiritual. No dejemos que a base de utilizar el lenguaje de
esta sociedad tan capitalista en la que vivimos nos lo acabemos creyendo y lo
vaciemos de contenido. Como anécdota, recuerdo que hace ya bastantes años, en
las sucursales de las entidades financieras existía el “hilo musical”. Una día,
en una de las ya extintas Cajas de Ahorros escuché el “Walk on the wild side”
de Lou Reed. Me pareció una paradoja y pensé que al propio Lou Reed le enojaría
mucho ver donde había acabado sonando esta hermosa canción teniendo en cuenta
su significado. Aquel día, ya intuí, que el rock como filosofía de vida tenía
los días contados.
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